Hace
días que quería escribir un artículo sobre este tema, que seguro molestará a
muchos de los lectores que, teniendo un pensamiento de derechas como yo,
pasen la vista por sus líneas. La cuestión, como casi todo, debe abordarse con
actitud crítica y objetiva en la medida de lo posible, ausente de
apasionamientos. Haciéndolo así, se llega infaliblemente a la respuesta de que sí, los restos de Franco deberían salir de
allí. Y ello con base en dos fundamentos, ambos igualmente válidos y
comprensibles para cualquier derechista que, aun siéndolo, opine desde la razón
y la intelectualidad, y no el prejuicio o la pasión.
El
primer argumento sería el de la justicia. No soy antifranquista. Lo siento,
pero uno se cansa de hacer el primo. De ir por la vida con espíritu de justa
autocrítica, reconociendo los crímenes y atrocidades cometidos por los regímenes
de ultraderecha (mal llamados así, habría que decir, pues en realidad los
fascismos tenían tanto de ésta como de extrema izquierda. Otro día hablaremos
de ello), para que luego, cuando les
tocaría hacer lo propio a los izquierdistas y uno esperaría que, en
correspondencia, lo hicieran, te salgan con la canción de las luces y las sombras
del coleta, la Bescansa y compañia, e incluso dedicando sentidos homenajes y
despedidas a represores y asesinos como Fidel Castro. Cansa. Si el viejo chivo
tenía sus cosas buenas y sus cosas malas, entonces el tío Paco también, que los
represaliados y muertos por las dictaduras de izquierdas no eran menos dignos
que los de las de derechas, y además fueron muchísimos más. Así a bote pronto,
uno calcula que no debieron pasar de diez o doce millones incluyendo el
Holocausto –lo cual ya es una atrocidad-
las víctimas de la diestra, por los más de cien millones reconocidos de
la siniestra.
Mi
abuelo fue ejecutado por los rojos. No fue un político, ni un soldado, ni un
pensador influyente… tan sólo un trabajador con ideas derechistas que tuvo la
mala fortuna de vivir en la zona bajo dominio del bando equivocado. Tan sólo por
eso, una noche fueron a buscarlo los partisanos para darle el “paseíllo”,
acabando con su andadura por este mundo de un tiro en la nuca (supongo que fue
ahí donde se lo dieron, mi padre nunca aclaró ese detalle ni a mí se me ocurrió
preguntarle). Era una persona humilde, que se ganaba la vida con un pequeño
negocio de confección de redes de pesca en Santa Pola, con el cual alimentaba a
una familia de seis miembros: él, mi abuela y sus seis hijos, el menor de los
cuales acabó pereciendo también a consecuencia del estado de necesidad y
desamparo en que quedaron. Todo ello porque a los del supuesto bando de los
buenos, no les gustaba la forma de pensar del padre de mi padre. Tan sólo por
eso.
Yo
no soportaría la idea de ver enterrado a mi abuelo en un eventual monumento con
el que se homenajeara a Carrillo o la repugnante Pasionaria. Sería capaz de
hacerlo saltar por los aires con una bomba. Es de suponer que los familiares de
los caídos por la República (por Stalin más bien, pero OK, dejaremos eso
también para otro día), que además no todos ellos fueron criminales ni malas
personas, obviamente, y fueron enterrados allí sin el permiso de aquéllas,
piensen de una forma similar. Podría decirme alguien que el Valle de los Caídos
fue erigido en conmemoración de todas las víctimas de la Guerra Civil, pero,
precisamente, para que ello sea cierto, no puede ensalzarse en él la tumba y
figura del líder de una de las facciones, o bien habría que colocar al lado de
la del Generalísimo y con los mismos honores y protagonismo, la del asesino de
Paracuellos o algún otro dirigente rojo de similar relevancia. Algo que a mí
también me asquearía a nivel personal, es evidente. Así que, para conciliar y
respetar la memoria de todos los allí enterrados, no queda más remedio que
sacar los restos de Franco para darles más adecuada sepultura en otro lugar.
Por
otro lado, está también el argumento del pragmatismo. Seamos realistas: esos
huesos van a salir de allí antes o después. Es sólo cuestión de tiempo, las
rabietas y pataletas de mucha gente de derechas no lo va a evitar. Tarde o
temprano, la izquierda volverá a gobernar en España, y entonces, con todos los
resortes de nuevo en su mano (Administración, Cortes, TS… ¿Alguien seguía
creyendo en la separación de poderes en España? ¡Despierten! Ya sentenció
Alfonso Guerra hace camino de cuarenta años: “Montesquieu ha muerto”), dictará
la orden. Si no lo hace en la primera
legislatura en que retome el cetro, será en la segunda y sino en la tercera. Su
electorado se lo exige, y para seguir contando con éste, no tendrán más remedio
que concedérselo, máxime cuando hoy se muestran tan batalladores y reivindicativos
con en el gobierno del PP en lo que a este tema se refiere. ¿Por qué pues darle
a la izquierda la satisfacción sacar de
allí esos restos en contra de nuestra oposición, dándonos en las narices y
regodeándose en las redes sociales? ¿No sería más práctico hacerlo ahora por
propia voluntad, para trasladarlos con dignidad y los honores que quieran
dárseles al sitio que elija la familia?
Lo
de Primo de Rivera es otro cantar. José Antonio sí fue una víctima más de la
guerra. El debate, en su caso, debería gravitar en torno a la cuestión de su
ubicación dentro del monumento, no a la pertinencia de la presencia de sus restos
en éste.
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